Domingo 10 de julio. Decido efectuar una caminata por el Delta del Tordera y la línea de la costa colindante con los cámpings de Blanes. Comienzo mi recorrido por la bulliciosa Avenida de Madrid con la intención de llegar al Club de Tenis para rodearlo y, a través de un camino colindante con la instalación y los huertos, llegar al que discurre en paralelo al cauce del río, que ya está definitivamente seco.
Después, llegaré a la desembocadura del río y regresaré por la playa al barrio de Els Pins. La mañana es de pleno verano pero la brisa marina impide a las 11 horas que la temperatura sea sofocante.
En el camino que discurre en paralelo al Tordera se colocaron el año pasado dos murales informativos acerca de la fauna que frecuenta el delta. Sólo veo un mural, que algún gamberro practicamente ha destruido con sus chillones trazos de grafitero. Me apena verlo en tan lamentable estado. Una pareja con bicicletas de gran tamaño pasa por el lugar.
Deduzco por el modelo de las bicicletas que son extranjeros, que deben estar alojados en algún cámping próximo. Siento un poco de verguenza cuando ven lo que estoy viendo.
Se alejan pausadamente y busco el segundo mural, que mostraba fotos de las aves y que creo que estaba a pocos metros del que esta pintarrajeado, pero no lo encuentro y me pregunto si habrá desaparecido o es que me falla la memoria.
Sé que hay otro mural en la desembocadura del río, ya a pocos metros de la línea de la costa. Me dirijo hacia el lugar. El camino se estrecha y se pasa junto a la valla de un cámping.
Para evitar que se adentren las motos, se han colocado varios troncos de madera. Se ha puesto una señal con varios avisos acerca de comportamientos cívicos.
Uno de ellos muestra un icono mediante el cual se pide que los perros no vayan sueltos. Pero a unos 50 metros diviso a un tipoque se me acerca subido en su bici. Le acompaña el que debe ser su perro, que va suelto.
Veo el mural, que muestra un plano del delta del Tordera. Está ligeramente pintado por el gamberro de turno. El delta sería bonito si no estuviese la edificiación que se construyó relacionada con la desalinizadora de agua. Hace ya tiempo que dejó de tener utilidad, pero allí sigue. Para disfrutar de la panorámica hay que dejar la edificación a la espalda y mirar hacia Malgrat de Mar.
Bloques de hormigón que parecen búnkers
Me doy media vuelta y empiezo a caminar por la lína de la costa. De momento, piso sobre las piedras que rodean la edificación. Los grupos municipales de Blanes pidieron al final de la anterior legislatura, a finales de abril, que la Agencia Catalana del Agua (ACA) proceda a su demolición. La ACA tiene un déficit multimillonario y los políticos blandenses también, demandaron que se retiren los bloques de hormigón que la pérdida de arena de la playa han dejado al descubierto.
Los tengo frante a mi y no puedo evitar asociarlos a los búnkers que se construyeron durante la Guerra Civil española en algunos puntos de la costa del Maresme. No se parecenen en nada, solo que están en medio de la playa.
Veo que hay unos pocos bañistas. Seguramente están pasando las vacaciones en el cámping. Al caminar junto a la valla observo que, dentro del cámping, hay unos 20 metros de tierra de nadie, que acaban con una línea de tierra de mayor elevación, tras la cual están los vehículos y tiendas de los campistas.
Esa tierra de nadie debe de pertenecer al mar, si éste algún día se encabrita.
Recuerdo que durante los días de la pasada precampaña electoral el equipo de gobierno se descolgó con una noticia alentadora: Blanes recuperaba 300 metros de playa de la zona de los cámpings. Deben de ser los que ahora estoy recorriendo. La verdad, me parece un sarcasmo decir que esto es un playa, que,además, tiene un feo desnivel, fruto de los últimos temporales. Intento hacer abstracción de los cinco grandes bloques de hormigón. Miro hacia el interior del cámping y veo a algunas personas que de forma indolente y relajada empiezan a vivir el nuevo dí a. El sonido del oleaje me reconforta y sigo andando.
Cascotes que me traen un mal recuerdo
Llego a la altura de la Avenida de Madrid, donde el asfalto se transmuta en arena de playa. Bueno, la verdad es que hay una ondulación del terreno y que aparecen descarnados unas cuantos pedruscos de obra. Recuerdo que en ese mismo lugar estuve a punto de vivir hace ya casi 20 años años una tragedia. Una noche de verano estaba con mis hermanas y mis primos y primas sentado en la playa, a pocos metros del asfalto, pasando un rato de juerga. Estábamos al menos 10 personas. De pronto oímos un coche que venía lanzado a toda pastilla.
El conductor frenó en el último segundo, cuando se iba a empotrar contra unos bidones con arena dentro que se habían colocado para impedir el paso de los coches. Si no llegan a estar y las cosas hubieran ido mal dadas, nos podría haber arrollado a todos, pues estábamos a pocos metros de los bidones. Había más gente en el lugar, que zarandeó al conductor de mala manera. Faltó muy poco para que le partieran la cara, mientras llegaba la policía local. El tipo era italiano y casi se pone a llorar. Estaba borracho y había dañado el coche, un Alfa Romero que decía que no era suyo.
Dejo de mirar los cascotes que ensucian la playa y trato de olvidar un recuerdo que me sitúa en una época en la que la playa de los cámpings era de todos: de los campistas preferentemente, pero también de cualquiera que llegase a pie o en vehículo -a velocidad moderada- al final de la avenida de Madrid. O bordeando la línea de la costa, como lo estoy haciendo yo ahora.
Una rulotte sobre un talud
Pero tras caminar un centenar de metros empiezo a ver algo que me cuesta entender. Como mis neuronas no comprenden lo que veo pienso que estoy ante una imagen surrealista, o ante un desaguisado propiciado por la perversa mezcla de la indómita naturaleza y de la legalidad. Resulta que la playa desaparece de súbito. En su lugar, encima de un talud de un par de metros de altura, me aparece la vaya de otro cámping, junto a la cual hay una rulotte y una pareja que disfruta de su estancia.
Tengo en mi archivo fotos del pasado, cuando el oleaje se comió literalmente una parte del terreno del cámping. Arrancó varios hermosos pinos, un par de cuyas raíces acabo de ver.
Y recuerdo que el pasado mes de octubre funcionarios del Ministerio de Medio Ambiente hicieron el deslinde de terrenos, de los que debe ser el dominio público de acuerdo con la Ley de Costas.
He de suponer que la imagen surrealista que estoy viendo es perfectamente realista, certera y legal. Pero también, es completamente real que estoy viendo una barbaridad paisajístico-urbanística y que mi placentero paseo por la línea de la costa de los campings de Blanes se convierte en un camino de obstáculos.
En efecto, tras subir el talud, me he de agarrar a la valla. El turista está a la sombra sentado, leyendo su diario. Estoy malhumorado y no le saludo. Apenas hay espacio para pasar y me agarro a la valla. Un alambre está salido y me llevó una buena tarascada en el brazo. Me deja en la piel una marca roja de varios centímetros. Me duele, pero afortunadamente no me sale sangre
Hopper en negativo
A mi derecha, al fondo del talud, las olas se estrellan contra una línea de al menos unos 30 metros de grandes piedras. Unos pasos más adelante el vallado me impide caminar, a no ser que descienda por el talud. Llego de nuevo a la playa, camino unos metros y me giro. La imagen me sigue pareciendo surrealista. Me recuerda esos bonitos cuadros del pintor norteamericano Edward Hopper (Atardecer en Cape Cod y Mediodía, por citar solo dos) en los que impolutas casas de madera parecen navegar sobre una mar de trigo o cebada.
Pero la imagen que veo es el negativo del cuadro. La tierra arcillosa, el talud artificial, las piedras que burdamente defienden unos metros cuadrados del cámping, el vallado de alambrado cutre, la insolente rulotte del campista al borde del precipicio… todo tiene un aire de chapucera provisionalidad y de usurpación de la naturaleza. Nada que ver con las casas de madera de los cuadros de Hopper, plantadas e integradas en las llanuras de Estados Unidos.
En fin, diviso unos 200 metros más adelante las palmeras que me indican que estoy llegando a la zona donde empieza y acaba el paseo marítimo de Els Pins. Tampoco aquí la playa está atestada de gente. Es comprensible. La dificultad de acceder le da un aire de cierta privacidad, incluso de intimidad. Veo otro imponente bloque de hormigón, junto al cual un hombre de avanzada edad lee un libro. Aquí el final de la playa es traumático. Solo hay una pared de hormigón y la correspondiente alambrada. Unos metros antes unas escaleras dan acceso al cámping Bella Terra.
Una escalera que tiembla
No tengo más remedio que entrar en el recinto, si no quiero ponerme a nadar o dar media vuelta. Es decir, tengo que pasar de un espacio público a otro que, por ahora, es privado, para tener que volver después al dominio público. Entro en el cámping y camino por junto a la valla. Joder!, de nuevo estoy a punto de rascarme con el alambrado del cámping, totalmente oxidado. Me acerco con cuidado y miro. Veo un enorme boquete. Aquí el oleaje también reclamó su espacio y la autoridad competente tuvo que cerrar los últimos metros del paseo por “peligro de hundimiento”, según leo en un cartel.
Me alejo de las playa de los campings, pisando las erosionadas losetas del paseo. Mi última visión también es un pelín esperpéntica: una empinada escalera conduce de nuevo a la playa. Veo al fondo a una señora que se agarra a la varandilla e intenta subir. La escalera se mueve ya que solo está sujeta por la parte superior. La mujer consigue al tercer intento poner un pie en el primer peldaño. Su peso acalla el tembleque de la escalera y sigue subiendo. Y yo doy por finalizado el paseo por la playa de los cámping, esa playa que algún político dijo que Blanes había recuperado a las puertas del verano y de las elecciones municipales.
Texto, fotos y edición: José Fernández